Carlos Raúl Villanueva es uno de los nombres fundamentales en la historia de la arquitectura latinoamericana del siglo XX. Su visión transformadora dejó una huella imborrable en el paisaje urbano de Caracas y en el imaginario cultural de Venezuela. Considerado el padre de la arquitectura moderna en su país, su legado alcanza su máxima expresión en la Ciudad Universitaria de Caracas, sede de la Universidad Central de Venezuela (UCV), declarada Patrimonio Mundial por la UNESCO en el año 2000.
Este 2025 se conmemoran 125 años de su nacimiento y 50 de su fallecimiento, efemérides que invitan a revisitar la vida y obra de un creador que concibió la arquitectura como un acto social, estético y profundamente humanista. Su trabajo no solo fue técnicamente admirable, sino que también sentó las bases de una forma de construir pensada para el trópico, para la gente y para una nueva era.
Un inicio marcado por Europa y una vocación por el servicio público
Villanueva nació en Londres en 1900, en el seno de una familia diplomática venezolana. Su formación se completó en París, en la Escuela de Bellas Artes, donde obtuvo su título de arquitecto. Sin embargo, decidió desarrollar su carrera profesional en Venezuela, país que por entonces ofrecía enormes oportunidades para quienes aspiraban a construir una nación en proceso de modernización.
En 1928, llegó a Caracas sin hablar español, pero con una visión definida del impacto que la arquitectura podía tener. Se incorporó al Ministerio de Obras Públicas, donde realizó sus primeros trabajos, enfocándose inicialmente en escuelas y casas. Su pasión por el diseño iba más allá de la funcionalidad: desde el comienzo, combinó aspectos artísticos y de planificación urbana, aspirando a una arquitectura que satisficiera tanto las condiciones del clima tropical como los aspectos sociales de las áreas públicas.
Durante muchos años, Villanueva se dedicó únicamente a trabajar para el gobierno. Jamás estableció un despacho privado, ya que creía firmemente que su deber era hacia su nación. «No podía ceder ante los deseos de los individuos», señaló en sus escritos. Su meta era más desafiante: «cambiar la realidad».
La Ciudad Universitaria: arte, arquitectura y utopía
A mediados del siglo XX, recibió el encargo más importante de su carrera: el diseño de la Ciudad Universitaria de Caracas. Este proyecto monumental no solo consolidó su estilo, sino que también lo consagró internacionalmente. Concebida como una síntesis de las artes, integró arquitectura, pintura, escultura, paisajismo y urbanismo en una unidad armónica e innovadora.
El núcleo principal, compuesto por el Aula Magna, la Plaza Cubierta, la Biblioteca Central y varios edificios educativos, fue diseñado como un área abierta, con corredores amplios y techados, jardines y fuentes, pensando en el clima y las tradiciones de la zona. Se priorizó la ventilación e iluminación natural, así como el encuentro entre estudiantes y profesores en cada diseño.
Villanueva se comunicó directamente con artistas destacados, como Jean Arp, Fernand Léger, Víctor Vasarely y Alexander Calder, para que participaran con obras integradas en los espacios arquitectónicos. Calder, impresionado por la envergadura del proyecto, llamó a Villanueva “el diablo”, aludiendo al coraje y la decisión requeridos para su realización.
Las “Nubes de Calder” y una asociación memorable
Uno de los elementos más reconocibles del Aula Magna son las “Nubes de Calder”, estructuras móviles de colores suspendidas del techo que cumplen una función acústica y estética. Villanueva propuso a Calder crear una obra para el recinto y el artista aceptó, con la condición de que fuera una instalación interior. El resultado fue una de las piezas más emblemáticas del arte cinético y uno de los hitos visuales de la arquitectura venezolana.
La conexión entre los dos artistas fue estrecha y perduró después del proyecto. Calder viajó a Caracas en 1955 para ver su trabajo ya situado, y en tono ligero, retomó el apodo de «diablo» para Villanueva al observar que las nubes se desplazaban ligeramente desde su asiento. Unos años después, le regaló una silla de acero de diseño único, conocida como la «Silla del Diablo».
Un legado que trasciende generaciones
Villanueva creó más de 200 piezas en el transcurso de su trayectoria, todas relacionadas con espacios públicos. Su legado es visible en escuelas, museos, viviendas y parques que modernizaron Caracas. Fue un precursor al fusionar arte y arquitectura en la planificación urbana, una perspectiva que, incluso en la actualidad, continúa inspirando.
Un promotor de una arquitectura sensible y adaptada al contexto, impulsó un enfoque de edificación que considerara las condiciones climáticas, la flora y las interacciones sociales. Lugares como la Plaza Cubierta o el jardín de Tierra de Nadie en la Ciudad Universitaria reflejan su esfuerzo por crear espacios de reunión y coexistencia, alineados con la idiosincrasia venezolana.
Su hija, Paulina Villanueva, quien es arquitecta y profesora, ha seguido compartiendo sus ideas, destacando que su padre no colaboró «para» los regímenes dictatoriales de su época, sino que operó «dentro» de ellos, manteniéndose siempre en su rol de servidor público dedicado a la educación, la cultura y el bienestar general.
Hoy, a más de un siglo de su nacimiento, el legado de Carlos Raúl Villanueva sigue vivo no solo en el concreto y los colores de sus edificaciones, sino en el espíritu de quienes creen que la arquitectura puede ser una forma de arte que mejora la vida de las personas. Un “diablo” para sus contemporáneos, pero, sin duda, un maestro inigualable para la historia.